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La arquitectura clásica, los ambientes modernistas, los espacios antiguos..., le sirven al autor para concebir una obra nostálgica, llena de pasado y de historia.
Un escritorio situado en el ángulo izquierdo de una estancia, decorada en un estilo decadente, de fin de siglo, da paso, tras una puerta, a una nueva habitación con grandes ventanales. El cuadro se presenta como un juego, como una realidad laberíntica e independiente que continúa más allá de nuestro campo visual.
La composición parece un ejercicio de perspectiva, la intención es provocar una gran sensación de profundidad a través de un trompe-l óeil, un truco que sugiere mayor amplitud espacial en la obra. Esta ilusión óptica se consigue por el juego de líneas, -en las que participa el mosaico del suelo-, que convergen y dirigen la mirada hacia el fondo.
El cromatismo se decanta por los colores oscuros, por los tonos tierra, los grises, que actúan como potenciadores del escenario, todo es cargado, pesado, amoldándose al sabor rancio y añejo de las estancias. El dibujo y el detallismo es casi sorprendente, definiendo a una pintura que soporta, perfectamente, un directo primer plano. Los objetos se describen con total exactitud, las texturas, el volumen, consiguiendo que pierdan su cualidad de inertes para llenarse de misterio superando, de este modo, a la realidad misma, otorgándoles el aliento de seres vivos.
La sensación que transmite la obra es la de tiempo detenido, de un momento congelado, evocador de una presencia y un tiempo donde lo fundamental para el artista, "no es que evoquen lo que ocurrió realmente en aquel entorno, sino lo que yo imagino que pudo haber ocurrido".